Richard Nixon le definió como «el hombre más peligroso de Estados Unidos», pero en su trayectoria profesional el doctor T. Leary nunca pretendió ser un agente del caos, sino del progreso. Su agenda fue abiertamente utópica: ansiaba sentar las bases de una renovación humanística en Occidente, y lo intentó a través de la experimentación con las drogas psicodélicas como parte de una investigación aún más extensa en el campo de la psicología. Su contexto fue el idóneo: la aperturista universidad de Harvard en los años sesenta, durante la explosión de la contracultura. Allí, Leary se convirtió en el máximo apóstol del LSD, un defensor a ultranza del ácido lisérgico como la llave definitiva para una revolución espiritual que abriría nuevas puertas a la percepción, la emoción y la empatía humana.