La pesca marítima es tan antigua como la humanidad, y ha contribuido siempre de manera fundamental a nuestra seguridad alimentaria. Sin embargo, en tiempos recientes esta actividad está siendo cuestionada por un conservacionismo ambiental extremo y, quizá, por ciertos intereses opacos. De forma creciente, surgen voces pidiendo al consumidor dejar de comer pescado para «salvar los océanos».
La pesca produce la proteína animal más saludable del mundo y tiene una huella de carbono, y un impacto sobre la biodiversidad, más bajos que los de muchos otros sistemas de producción de alimentos en tierra. La lucha contra el hambre, la desnutrición y por la seguridad alimentaria no está ganada. Esta requerirá el concurso de todas las fuentes de alimento y, por ello, la pesca responsable y bien gestionada está llamada a jugar un papel clave.
Cierto es que la pesca, al igual que la agricultura, debe seguir evolucionando para hacerse más sostenible y reducir su impacto sobre los ecosistemas, y la evidencia muestra que es posible. Pero en un mundo con más de ocho mil millones de habitantes, renunciar a una fuente tan extraordinaria de proteína animal por un objetivo medioambiental poco realista, y confiar nuestra seguridad alimentaria a ciertas soluciones presuntamente milagrosas y sin conciencia social, tiene visos de suicidio estratégico. No cometamos ese error.