Con evocaciones y retratos, con encuentros y fantasmas, Brussell teje su libro y nos inyecta ganas de volver a Trieste. «Uno no nace triestino, se hace», lo que exige un movimiento de la voluntad, y muy a menudo consigue que viajeros de cualquier parte, al perderse en ella, acaben encontrando ese no sé qué que iban buscando. Alfabeto triestino tiene algo de poema de amor a una ciudad que es puerto que acoge a todos los náufragos. Ciudadela sobre el mar, está empapada de tantas identidades que al final uno reconoce en ella la posibilidad de un refugio. El sueño de Europa, tan presente en aquella Trieste, sigue siendo, acaso, un fantasma al que sólo podemos aferrarnos en estos tiempos catastróficos.